11-10-2015, 02:22 PM
¿El inicio de un golpe de Estado? Pues qué, sino
10 de noviembre de 2015.
En un país cuya historia contemporánea está plagada de pronunciamientos militares -término tan español que se utiliza así, sin traducir, en otras lenguas-, es normal que la expresión golpe de Estado se identifique con un levantamiento contra el orden constitucional, en que el Ejército, con el apoyo, o no, del pueblo en armas, juega un papel protagonista. La verdad es, sin embargo, que este tipo tradicional de golpes de Estado o son realidades de otra época o, en la nuestra, de otras latitudes, lo que explica que, ya en 1981, el de Tejero, Miláns y Armada fuera considerado en todo el mundo, por anacrónico, una verdadera astracanada.
Los actuales Estados democráticos se caracterizan por un sólido control del monopolio de la violencia legítima, lo que hace impensable cualquier intento de atentar internamente por la fuerza contra su integridad territorial. Sin embargo, aunque los golpes de Estado a la vieja usanza hayan desaparecido, ¿como calificar, sino así, un intento de toma del poder que viola todas las reglas del juego democrático y pasa como una apisonadora por encima de las leyes y de la Constitución?
Porque eso, justamente eso, es lo que ayer sucedió en un Parlamento regional que proclamó el inicio de la «creación del Estado catalán independiente en forma de República» y la apertura de un proceso constituyente «para preparar las bases de la futura Constitución catalana»; un Parlamento que, considerándose «depositario de la soberanía y expresión del poder constituyente», manifestó solemnemente que la secesión «no se supeditará a las decisiones de las instituciones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional», que «adoptará las medidas necesarias» para llevarla a cabo y que «insta al futuro Gobierno [catalán] a cumplir exclusivamente las normas y mandatos», emanados de la propia cámara autonómica.
La extravagancia de que a la secesión se la denomine «desconnexió democràtica» y que la abierta rebelión institucional contra el Estado se agazape tras falsarias apelaciones a un proceso «participatiu, obert, integrador i actiu» no cambia la dura y desnuda realidad de un hecho consumado: un Parlamento autonómico que basa su legitimidad en la misma Constitución que ha decidido violar llama a consumar el golpe de Estado que se prefigura en la resolución que aprobó ayer.
Esa rebelión es, si cabe, aún más cobarde y más innoble en la medida en que se realiza confiando en que el Estado no se atreverá a asumir el grave coste que a buen seguro producirá su reacción para mantener el principio irrenunciable del imperio de la ley. Pero los secesionistas no deberían, en todo caso, equivocarse: ni un solo Estado democrático en el mundo toleraría lo que unos políticos fanatizados e insensatos creen que va a tolerar el español. También ahí, como en todo lo demás, yerran gravemente.
10 de noviembre de 2015.
En un país cuya historia contemporánea está plagada de pronunciamientos militares -término tan español que se utiliza así, sin traducir, en otras lenguas-, es normal que la expresión golpe de Estado se identifique con un levantamiento contra el orden constitucional, en que el Ejército, con el apoyo, o no, del pueblo en armas, juega un papel protagonista. La verdad es, sin embargo, que este tipo tradicional de golpes de Estado o son realidades de otra época o, en la nuestra, de otras latitudes, lo que explica que, ya en 1981, el de Tejero, Miláns y Armada fuera considerado en todo el mundo, por anacrónico, una verdadera astracanada.
Los actuales Estados democráticos se caracterizan por un sólido control del monopolio de la violencia legítima, lo que hace impensable cualquier intento de atentar internamente por la fuerza contra su integridad territorial. Sin embargo, aunque los golpes de Estado a la vieja usanza hayan desaparecido, ¿como calificar, sino así, un intento de toma del poder que viola todas las reglas del juego democrático y pasa como una apisonadora por encima de las leyes y de la Constitución?
Porque eso, justamente eso, es lo que ayer sucedió en un Parlamento regional que proclamó el inicio de la «creación del Estado catalán independiente en forma de República» y la apertura de un proceso constituyente «para preparar las bases de la futura Constitución catalana»; un Parlamento que, considerándose «depositario de la soberanía y expresión del poder constituyente», manifestó solemnemente que la secesión «no se supeditará a las decisiones de las instituciones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional», que «adoptará las medidas necesarias» para llevarla a cabo y que «insta al futuro Gobierno [catalán] a cumplir exclusivamente las normas y mandatos», emanados de la propia cámara autonómica.
La extravagancia de que a la secesión se la denomine «desconnexió democràtica» y que la abierta rebelión institucional contra el Estado se agazape tras falsarias apelaciones a un proceso «participatiu, obert, integrador i actiu» no cambia la dura y desnuda realidad de un hecho consumado: un Parlamento autonómico que basa su legitimidad en la misma Constitución que ha decidido violar llama a consumar el golpe de Estado que se prefigura en la resolución que aprobó ayer.
Esa rebelión es, si cabe, aún más cobarde y más innoble en la medida en que se realiza confiando en que el Estado no se atreverá a asumir el grave coste que a buen seguro producirá su reacción para mantener el principio irrenunciable del imperio de la ley. Pero los secesionistas no deberían, en todo caso, equivocarse: ni un solo Estado democrático en el mundo toleraría lo que unos políticos fanatizados e insensatos creen que va a tolerar el español. También ahí, como en todo lo demás, yerran gravemente.
¡Legionarios a luchar, legionarios a morir!