¿Valores laicos?
Empecemos por el marco real para ubicar la tesis: el Uruguay vive una aguda crisis de valores.
Solemos utilizar la comparación con Argentina para auto engrupirnos, pero ya ni eso funciona.
Delincuencia, violencia, mugre en calles y veredas, decadencia de la familia, menosprecio por el Estado de Derecho, educación en crisis pérdida del principio de autoridad... y me quedo corto.
Porque no es el diagnóstico -archiconocido- lo que me interesa tratar aquí. Sino otros dos temas:
1) cuáles son las causas de esta decadencia y,
2) por qué ha fracasado el Estado en sus intentos por abordar esos problemas (y no estoy pensando sólo en el Estado a manos del Frente).
¿Por qué hemos caído tanto?
¿Qué pasó con aquella sociedad hiperintegrada, culta, ejemplar... contenta y complacida: “como el Uruguay no hay”?
En algún lugar del camino se nos cayó.
No faltan explicaciones: algunos lo atribuyen a la decadencia de la institución familiar, otros al descalabro de la educación pública.
Pero ambos factores son consecuencias antes de convertirse en formidables multiplicadores y transmisores de vicios.
Cabe preguntarse porqué se deterioró la institución familiar, el compromiso matrimonial, la vocación docente, el respeto por el maestro...
Están los que apuntan a los medios de comunicación con su creciente poder invasivo y su contenido superficial, materialista, plagado de ejemplos de violencia y corrupción.
Sin duda que es un factor, pero igual no explica porqué algunas personas son más maleables a su influencia que otras y porqué algunas sociedades se defienden mejor que otras a los embates de frivolidades y egoísmo.
Contemporáneo a la pérdida de valores, nuestra sociedad vive un fenómeno de agudo relativismo.
El panteón de certezas compartido, unánime o por lo menos mayoritariamente, pierde piezas y adeptos día a día.
“A mi me parece”, es el fundamento de muchas premisas y la base de opiniones y conductas.
Así es imposible pretender que una sociedad funcione sobre carriles de valores éticos o morales.
Similares consideraciones merece el análisis de los esfuerzos que sucesivos gobiernos han hecho para encarar algunos de los males apuntados. Algunos, porque parte del fenómeno en cuestión está en que los sucesivos gobiernos han ido achicando el espectro de lo que consideran males sociales o disvalores o, en todo caso, sustituyéndolos en la jerarquía de prioridades: no al tabaquismo, sí al aborto; no a los perros sin bozal, sí al “matrimonio” gay.
¿Caricaturesco?
Apenas.
Como sea, el Estado ha fracasado en sus intentos por infundir los contenidos y requisitos básicos para una educación que merezca el nombre.
Así como ha fracasado en alcanzar un nivel mínimo aceptable de seguridad y de mantener valores tan elementales como el respeto por el derecho y las instituciones.
¿Por qué?
¿Está esto relacionado con el fracaso de la sociedad “Tacita del Plata”?
Yo creo que sí.
Y ahora vamos a la tesis:
Hay otro fenómeno propio a nuestra sociedad que nace antes de los ya comentados.
Hacia fines del siglo XIX y crecientemente en el primer tercio del XX, Uruguay vivió, como tantos otros países, la pugna por la laicidad.
Sólo que su desenlace no fue igual al de otras sociedades: sí a la francesa, pero no a las de influencia anglosajona, por ejemplo.
No es éste el lugar para hacer el racconto de las discusiones y porqués que desembocaran en el establecimiento de ciertos parámetros de laicidad en el Uruguay ni, mucho menos, de tomar partido en un juicio histórico.
Razones hubo, críticas fundadas también.
No interesa a los efectos de este artículo, que busca enfocar sobre el tipo de laicismo que se consolidó, su evolución y sus consecuencias,
Contrario a la mitología popular, lo que se oficializó en nuestra cultura, a partir de una ideologización (no idealización) de la educación, no fue el ideal valeriano, sino su “traducción” francesa: no el pluralismo, sino la erradicación de todo lo relacionado con la dimensión trascendente del hombre.
En sus comienzos y por décadas, ese socavar lo que eran fundamentos básicos de la sociedad (a veces mal entendidos y peor vividos) funcionó, en ancas de los entusiasmos racionalistas en los que nació.
Recurrimos a Artigas, algunos a Batlle, otros a Marx y a quién sabe quién más y fuimos tirando.
Pero no conseguimos -y no estamos solos en esto- sustituir, ya no la teología cristiana, sino los fundamentos morales judeo-cristianos y los filosóficos aristotélico-estoico-cristianos por otros de coherencia y solidez equivalente.
Dicho en otros términos, nos quedamos apenas con el pincel y como no terminamos de darnos cuenta, pintamos alegremente los cuadros más estrambóticos.
Hasta que, al final, sí parece que nos estamos dando cuenta que la cosa no funciona y que el hombre precisa ciertos valores básicos sobre los cuales apoyarse y las sociedades el compartir esos valores básicos.
Sólo que ni lo uno ni lo otro se fabrican. No son materia a ser creada por voluntarismos estatales.
Tenemos una bruta crisis de valores porque perdimos las premisas y ahora que estamos despertando, realizando que no se fabrican con “ismos” (ni artiguismo, ni batllismo, ni marxismo, ni modernismo, ni progresismo); es hora de reflexionar si lo que llamamos laicidad no ha devenido en esterilidad y vacío.
- Ignacio De Posadas
Abogado, ex Ministro de Economía.