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Historia de nuestra Armada
#10
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EL ALMA DE UN CACHORRO. Cuento

Por: Hernes Rodriguez
Al ROU “Salto”, y a quienes alguna vez lo tripularon. Montevideo 1999

A veces es muy delgada la línea que separa la historia de la leyenda.
Para que un hecho histórico y rigurosamente documentado entre en el campo, mucho más emocional y vago de la leyenda tiene que reunir características muy especiales que lo distinga. Así ocurre con el que nos ocupa.

Que un buque tiene alma es una verdad no demostrada pero verdad al fin. Así creen –creemos- todos los que a las cosas del mar han entregado su existencia. Un alma que trasciende el simple conjunto de chapas y maquinaria que lo componen. Un alma que se nutre de la savia y del esfuerzo de los que abordo de el van viendo transcurrir el tiempo. Un alma que da características especiales al buque que la posee; almas aguerridas, almas perezosas, almas elegantes, almas soñadoras. Así es para todos los buques que navegan en los mares.
Los que saben mucho de mares y de sueños; que saben que las gaviotas no chillan sino que saludan, que las estrellas no titilan sino que hacen guiñadas, cuando ven un buque casi podrían describir el alma que lo acompaña.

Aquellos buquecitos tenían un alma alegre como un duende. Casi parecían tres cachorros juguetones cuando cruzaron el océano desde la lejana Europa, para querenciar en las aguas marrones del Río de la Plata y del Uruguay, allá por la década del treinta.
Generaciones y generaciones de marinos pasearon por sus cubiertas. Y ellos con los años empezaron a ser adultos. Aprendieron a conocer todos los rincones de aquellos ríos, canal por canal, isla por isla. Pero su alma se mantuvo incambiada, siempre tuvieron alma alegre.
En la década del cuarenta, mostraron el pabellón nacional trepando el Paraná y el Paraguay hasta Asunción en un histórico viaje.

El irreversible paso del tiempo se hizo notar. Primero uno y luego otro fueron retirados del servicio. Algunos restos, en una imagen casi obscena para quienes aprendieron a quererlos, permanecen con sus remaches oxidados, tirados entre montones de despojos marinos a los fondos de un dique.
Todavía frente al mar, el alma de esos restos insepultos, vio a sus hermanos cachorros continuar con la tarea para la que fueron creados. Y si es cierto que el alma de un buque sufre, esa debe haber sufrido mucho.

Uno solo de ellos continuó navegando hasta el limite de sus fuerzas, y un día hace ya muchos años su cansada maquinaria fue sustituida; sus viejos diesel cambiados, su cubierta y casco remozados. Tal vez por carencia de otras unidades, tal vez por respeto por ese cachorro cuarentón, que a pesar de los achaques seguía siendo ágil y veloz en su tarea, imperturbable al paso del tiempo.

Otros buques fueron llegando. Más nuevos, mejor equipados, y comparados con el guardacostas, enormes. Ellos miraban al buquecito, transformado en reliquia y hasta se sonreían en forma compasiva. Con el tiempo también se fueron yendo. Agotados los metales y con las maquinas sin vida de tanto mar y viento. Terminaron de muchas formas. Algunos en las voraces fauces de una laminadora después que un pico de corte los fraccionara en pedazos irreconocibles. Otros con la dignidad perdida en un muelle-asilo donde sus entrañas oscuras solo son recorridas por roedores. Algún otro, más afortunado, descansa en las dulces aguas del río, esperando ser transformado en plataforma para pescadores y remeros. Triste final para un noble buque, acostumbrado a la sobriedad del ropaje gris, ahora vestido de colores brillantes y sintiéndose como un viejo equino transformado en caballo de calesita.
Nuestro sobreviviente -venerable anciano- aún navegaba. Marinos jóvenes, mucho más que él, siguieron aprendiendo en su cubierta las faenas de la profesión.
Aún paseaba – orgulloso - su gallardete y su pabellón, en su estampa de pequeño destructor. Si el alma de los buques ríe estoy seguro de haberla escuchado; en alguna noche de insomnio - fondeado en el río - riendo con las gallinetas que vagabundeaban en las riberas.

En unos años gloriosos volvió a remontar el Paraná y el Paraguay para mostrar sus bronces relucientes junto a buques de otras banderas. Muchos le recordaban a el y a sus hermanos, y admiraron su estampa.

Pero todo tiene su fin. Y un día, pasados ya los 60 años de servicio el viejo guardacostas no pudo más. El problema ya no se soluciona cambiando y remendando, los achaques son demasiados. Fríos números y gráficas decretan el abandono contra un muelle. Pronto quedará sin tripulación, sin Pabellón, sin gallardete que represente el mando y el orgullo de un hombre. Es el final tan temido. Y el alma del cachorro sufre, rodeada de manchas de aceite y esperando ser invadido por alimañas y depredadores.

La noticia corrió entre los hombres de la Armada. Ocupados por las nuevas tecnologías, para muchos pasó desapercibida. Para algunos, especialmente los que lo navegaron, fue una triste nueva que un día tenían que recibir. Unos pocos sintieron una amarga rebeldía y se negaron a aceptar que así ocurriese.
El guardacostas no puede terminar con el vientre abierto, mostrando las entrañas en un pastizal. Despojado de bronces y mobiliario, con los vidrios rotos. Con el alma en pena añorando el agua.
Alguien recordó la mítica marcha de los elefantes a su última morada. Enfermos y añosos los paquidermos abandonan por su pie la manada para dirigirse a un desconocido lugar, donde sus restos se calcinarán al sol junto a los de sus ancestros. Lejos de la vista de la manada, inmortales en su recuerdo.

Se dieron órdenes. El guardacostas fue pintado. Se enarboló su más nuevo pabellón. La magia de un genio maquinista permitió que las hélices se prepararan para girar -solo un rato- despacio y con gran esfuerzo.

Finalmente una tardecita, sin mayores ceremonias, el anciano se fue separando del muelle a poca maquina. Dirigió una mirada al desierto muelle, donde no estaba ninguno de sus camaradas mayores. Muchos ojos le acompañaban desde los edificios. Algunos trabajadores del puerto entrados en años, tragaron saliva con fuerza.
Si las almas de los buques piensan, esa realmente estaba resignada. Ahora seguramente el varadero! Se imaginó saliendo del agua como un anciano de piernas flacas y blancas, luego, el remolque sobre una anguila hasta un rincón donde no moleste. Si por lo menos viese el agua.

Lentamente y gobernado con firmeza fue aproximándose a la boca del puerto.
Al través de escolleras pudo verlos.
Fuera del puerto aguardaba la Flota. Engalanados los buques, repletas las cubiertas y entrepuentes de marinos con uniforme de paseo.
Fragatas, Barreminas, Buques de Servicios, el Buque Escuela con todo el trapo izado. Hasta los patrulleros jóvenes que bromeaban con él en el litoral se movían inquietos e irrespetuosos entre los mayores.
Una banda empezó a tocar la marcha de la Armada.
Como un anciano paquidermo, navegó por última vez frente a la manada, y de cada uno de sus compañeros recibió una mirada de despedida.
Algunos aseguran que al pasar frente a las fragatas y los barreminas escucharon sobre los acordes de la banda la Canción del Adiós en francés y una versión champurreada de Lily Marlene en alemán. Seguramente fue una ilusión, porque en ese momento sobrevoló la formación una agrupación aeronaval que así saludaba al camarada.
En el extremo del canal puso rumbo oeste -como aquel coloso extranjero que también tuvo un digno final en nuestras aguas – y detuvo sus máquinas. Se fondeó a barba de gato por última vez y algunas embarcaciones menores fueron retirando la tripulación.
Abordo el joven Comandante dio una recorrida final y entregó novedades al Almirante que lo aguardaba.

Abiertas las válvulas de fondo; embarcaron en una lancha con el libro de bitácora bajo el brazo, dirigiéndose al insignia de la formación.
Cientos de ojos brillantes contemplaron con las luces del ocaso, como el guardacostas se fue hundiendo lentamente, junto con el sol, en las aguas marrones.
Cuando se posó sobre el fondo, en la que sería su morada final, un balizador fondeó una boya con su nombre, a su lado. Si las almas de los buques saben sonreír complacidas, estoy seguro que la de aquel guardacostas lo hizo.
Pasados muchos años, cuando los buques de la Armada salen de puerto - y de acuerdo al ceremonial impuesto aquel día - rinden honores a estribor al través de esa boya. Mudo recordatorio de un buque que descansa después de más de 60 años de historia, y que ahora navega en la leyenda.

El autor, C/N (CG) Hernes F. Rodriguez, fue Comandante del ROU 14 “SALTO” desde 1990 a 1992, habiendo sido posteriormente Comandante de la División Patrulla de la Fuerza de Mar, en la Armada de Uruguay.
El buque al que se hace referencia, el Guardacostas SALTO, existió efectivamente, habiendo prestado servicios más de 60 años. El final que tuvo no es el del relato, habiendo terminado sus días tal como no debería haberlo hecho. Con pena y sin gloria.
 
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