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Historias de la Aviacion Militar de Uruguay
#2
Historias y Otras Historias
¿Yankis go home? - Ricardo Zecca





Era abril de 1963 cuando después del periplo de Durazno fui a dar al Grupo 3 de la Base de Carrasco. Era un destino de vuelo lleno de incógnitas porque hacía muy poco que el Grupo se había transformado de Bombardeo con B-25, a Transporte con C-47, los que hasta ese entonces eran exclusivos del Grupo 4. La primera recorrida que hice en la Base me resultó impactante por la cantidad y variedad de aviones que desbordaban las áreas de estacionamiento. Además de la decena de C-47, los que más me interesaban, la otra flota importante era la de los F-80 y T-33 y el inventario se completaba con algún AT-11, un par de T-6 y varios Piper y Cessnas.



También había una línea de F-51, que ya vendidos a Bolivia esperaban por su traslado y otra de B-25 cuyo destino final aún no se conocía. La venta de los Mustangs podía explicarse por la llegada de los jets, pero lo de los B-25, primero la cancelación de sus operaciones y luego su final en el horno de fundición, nunca pudo ser entendido.



Lo más impactante es que toda esa avionada era volable, no había ninguno condenado, y la mayoría estaba en orden de vuelo.



Si a la de Carrasco se agregan las flotas de la EMA, de la Base 2 y el surtido de Boiso Lanza, es fácil entender que en esa Fuerza Aérea había aviones para todos y los que tuvimos la suerte de prestar servicios en unidades de vuelo, nos rajábamos el “alma” volando: había aviones, repuestos, combustible y si algo faltaba, era pilotos.

La gran demostración de material se hacía los 25 de agosto cuando todos se reunían en un gran agrupamiento de desfile de celebración. Ese día para estar en orden de vuelo, al avión le bastaba con que fuselaje, alas y motor estuvieran juntos pues ningún piloto se iba a quedar en el suelo por una falla de magnetos o una chapa suelta. No recuerdo bien si fue en el 65 o 66 que sobre Florida desfilamos noventa aviones y después del pasaje cada escuadrilla de dirigió a su base. La de C-47 en la que yo volaba llegó a Carrasco y la Torre nos mandó esperar sobre el CAR a que los jets aterrizaran; éstos, más veloces, hacía rato que habían llegado, pero se entretuvieron haciendo pasajes bajos y otras demostraciones de habilidad a las que eran tan propensos. En eso estábamos cuando en medio de las comunicaciones apareció un Aerolíneas Argentinas que venía de Buenos Aires.

–Buenas tardes Carrasco, Argentina 342 estamos en TIGRE con 80 y estimamos allí en 5 minutos.

–Recibido Argentina, mantenga espera en TIGRE, tiene turno 27 para el aterrizaje.

El piloto de Argentina estaba acostumbrado a que en Carrasco operaban una docena de vuelos por día, así que interpretó esas instrucciones como broma de un torrero aburrido y respondió acorde:

–OK, te llamo en final de 18.

–¡Nooo! ¡Mantenga en TIGRE!

Al torrero le costó convencerlo, pero al fin Argentina esperó y después de casi una hora pudo aterrizar. Luego de que la historia trascendiera, durante un tiempo al piloto sus camaradas lo llamaron “Número Veintisiete”.

Diez años después yo estaba haciendo un curso en Aerolíneas Argentinas; en una charla de sobremesa un instructor relató esta anécdota y se identificó como el “Número Veintisiete”. Le comenté que yo también había sido parte de ese incidente y aprovechamos la coincidencia para tomar una copa y reír un rato.

La explicación de esa abundancia era sencilla: estaba en vigencia un tratado de ayuda mutua con los gringos, el MDAP, y gracias a él era constante el flujo de nuevos aviones y repuestos que nos llegaba. Como dirían algunos, era la chatarra que a los del norte les sobraba y como precisaban del espacio en las planchadas y galpones, nos usaban de vaciadero. Puede que en esto hubiera algo de cierto pues se trataba de material antiguo, pero la realidad era que todo funcionaba y a nosotros nos hacía volar. Además lo de “mutua” nunca significó que a nuestro nivel, tuviéramos que hacer algo por ellos; qué ocurría con jerarcas y políticos, en verdad no lo sé.

Al tratado lo manejaba la Embajada por medio de una oficina militar, la Misión Aérea, que estaba a cargo de un coronel y en la que revistaban tres o cuatro oficiales y varios sargentos. A lo largo de los veinte años que operó la Misión pasaron por ella muchas caras; los que de mi época más recuerdo son el coronel Kelley por un vuelo que compartimos y el mayor Groszer por su especial forma de ser. El mayor Groszer, El Gringo para los amigos, de los miembros de la misión era el oficial que más frecuentaba la Base, prácticamente se le veía a diario. Volando F-80 había combatido en Corea y para no perder la costumbre de andar por el aire, se había integrado al plantel de pilotos del Grupo 2. En la planilla de vuelo era uno más, pero por sus antecedentes no podía evitar ser considerado un referente por los propios instructores.

Pero lo que más hace recordar a El Gringo era su personalidad. Desde el primer día en que llegó a la Base buscó integrarse con la perrada; en el casino frecuentaba la mesa de los tenientes y capitanes y era extraño verlo sentado con los jefes. Tomaba mate para lo que tenía equipo propio, no se perdía un asado y jugaba al truco mal, pero jugaba. La familiaridad lo llevaba a hacer y soportar las bromas de distinto calibre, propias de la colectividad a la que se había integrado. Cuando El Gringo llegó a Uruguay no hablaba español pues los yanquis asumen que los demás estamos obligados a ser anglo parlantes. Antes de comenzar con un curso formal las primeras lecciones de idioma las había recibido de sus compañeros pilotos y una de ellas, la más memorable, aún provoca sonrisas.

Un jefe de la Base I para celebrar un acontecimiento particular organizó en su domicilio una reunión social. Entre los invitados estaba Groszer y un par de sus amigotes pilotos; El Gringo por su condición de diplomático militar extranjero no podía faltar, pero ya en la reunión confesó a sus compañeros que por razones románticas tenía –must!–, que retirarse, pero que no sabía cómo hacerlo sin ofender al dueño de casa. Todo esto lo comentaba en inglés porque en esa época su español era mínimo y fueron sus camaradas quienes le dictaron la excusa. La memorizó porque no entendía nada, se dirigió al anfitrión quien con su señora eran el centro de la reunión y mientras con una mano se tocaba la frente, se despidió:

–Mis disculpas señor, pero me voy a retirar pues tengo un gran dolor de pija.

El coronel dueño de casa pegó un respingo, pero inmediatamente, pasada la sorpresa inicial, supo que atrás de esa frase había un pícaro, lo que confirmó cuando vio las caras de los “asesores” de El Gringo que no se perdían detalle. Le contestó sonriente:

–Vaya tranquilo, Groszer. Fue un gusto que viniera.

Y El Gringo se fue a encontrarse con su amor, contento de haber zafado tan elegantemente del compromiso.

La que estaba furiosa era la señora del coronel y en cuanto quedaron solos le espetó a su esposo:

–¡Me podés explicar qué quiso decir ese gringo maleducado!

El coronel que tenía claro lo ocurrido, la calmó:

–Nada, vieja, que le dolía la cabeza.

En la Base de Carrasco la Misión tenía un avión, el C-47 USAF 48275 que usaba para movilizarse en la zona. Buenos Aires, Asunción, Río y ocasionalmente el interior, eran los destinos más frecuentes y como tanto tripulantes como pasajeros iban acompañados por sus familias, era evidente que combinaban las obligaciones funcionales con turismo. El piloto era el propio coronel Kelley y en su plantel de oficiales casi siempre hubo alguno calificado de copiloto. En los pocos casos que faltó, la FAU se lo proveyó.



La oficina gringa de operaciones y mantenimiento estaba en un cuartito del hangar. Era un lugar de acceso público, no había nada secreto, y allí nuestros mecánicos consultaban la bien provista biblioteca técnica para armar los pedidos e informarse de procedimientos de mantenimiento pues, como nosotros no teníamos documentación alguna, todo se hacía aplicando recetas caseras. Poco a poco fuimos comenzando a armar nuestros propios talleres que llegaron a estar bien equipados en herramientas, maquinaria, documentación y personal calificado que los hicieron aptos para ejecutar trabajos complejos tal como eran los overhaul de motores, hélices y carburadores. Los R-1830, aquellos monstruos de 14 cilindros en doble estrella, eran completamente ajustados y tan bien quedaban, que se dio apoyo –pago mediante–, a los motores de los DC-3 de PLUNA.

No era frecuente, pero a veces el sistema fallaba. Por una directiva de la fábrica, hubo que cambiarle las alas a los T-6 más antiguos, los modelos C y D, por otras del tipo de las instaladas en los G. Llegó una partida de 12 alas y a medida que los aviones involucrados pasaban a inspección, se les iba haciendo el recambio: era un trabajo relativamente sencillo que implicaba sacar y poner tornillos y lo más complicado era conectar los cables de comando. Para la última partida llegaron diez alas más que, al pretender instalarlas, resultaron ser todas alas izquierdas. Salvo ese caso, lo demás fue normal.

Yo estaba en operaciones del Grupo 4 cuando entró mi jefe El Felipe.

–¿Puede ir quince días a Panamá? -me preguntó.

Sabía que se estaba armando un equipo que iría allá para hacer un curso de supervivencia en la selva y la idea de pasar hambre y estar muerto de calor mientras me comían los bichos no me atraía demasiado. No obstante, como era teniente joven, soltero y no tenía que pedirle permiso a nadie, con la imagen de los viáticos me convencí de aceptar.

–Bien -dijo Felipe-, vaya a la Misión y preséntese al coronel Kelley que anda precisando un copiloto de C-47.

¿Un copiloto para Panamá? Casi me caigo sentado porque además de no tener que ir a la selva, era un vuelo de esos que no se hace todos los días y, aunque fuera volando con gringos, seguro que lo iba a disfrutar. Gracias a la perseverancia de doña Zulema, mi Madre, yo champurreaba en inglés bastante bien y con seguridad por eso me habían elegido.

Me presenté a Kelley, yo no lo conocía más que de vista, y debo reconocer que me trató como si fuera de su misma raza. Me adelanto a decir que durante las dos semanas que duró el raid, las relaciones con el jefe fueron excelentes: yo disciplinado y cortés y él ameno y servicial. Además de los tripulantes viajaban tres oficiales más y todos, incluido el coronel, estaban acompañados por sus respectivas féminas. Con todos me llevé bien.

El vuelo siguiendo la costa del Pacífico fue disfrutable. En el avión todo funcionaba, el piloto era más prudente que arriesgado, las etapas cortas, los hoteles confortables y ellos hasta pagaban mis comidas Existía una gran diferencia con lo que yo acostumbraba, volando con pilotos de todo tipo, etapas interminables y hoteles de modestos para abajo en los que nos apilábamos de a cuatro por habitación. Cuatro días después de salir llegamos a Panamá, el gringo se despidió con un “nos vemos aquí dentro de una semana” y desapareció con su comitiva. Subí al vehículo que me esperaba para llevarme al BOQ (Bachelor Officers Club) de Howard AFB (Air Force Base), donde me alojaron en un cuarto individual; no tenía baño privado pero sí televisor, lo que en esas circunstancias era más importante.

Howard está lejos de la ciudad, al otro lado del canal pasando por el Puente de las Américas. Entre la distancia y las referencias que tenía, me impuse el claustro que sólo violaba para ir a la piscina y al bar del Club.

La primera noche dormí porque aunque el vuelo había sido cómodo, estaba cansado. El segundo día lo dediqué a pasear por la Base, hice un rato de piscina y ya de noche bajé al bar. Por supuesto no conocía a nadie y cuando estaba decidido a beber en soledad, mi mirada se cruzó con la de una rubia que era parte de un nutrido grupo que festejaba algo. Ella era mayor que yo, estaba uniformada con grados de capitán y aunque no era gran cosa, la insistencia con que nos buscábamos había despertado mis instintos. Llegado el momento en que había que apurar los acontecimientos, con la cabeza le hice un gesto para que me siguiera y salí al jardín que era amplio y oscuro. Caminé unos pasos hasta ubicarme bajo un árbol y mientras esperaba me felicitaba íntimamente por la suerte que tenía, a la vez que hacía planes para el resto de la noche y días venideros. Ella apareció en la puerta, me buscó sin verme y yo la ayudé encendiendo un cigarrillo con mi Zippo.

Cuando vio la llama sonrió, con paso decidido se dirigió hacia mí y una vez a mi lado, estiró la diestra mientras se presentaba:

–Hello pretty boy, I’m Jennny.

Contento por lo de pretty boy le contesté.

–Glad to meet you Jenny, my name is Ricardo.

Al escuchar “Ricardo”, pronunciado con un inconfundible acento latino, ella borró la sonrisa, dio media vuelta y regresó al bar con sus compinches. Cuando reaccioné ya se había ido y sólo atiné a pensar en mi ahora mala suerte de haber dado justo con una sureña, seguramente de Georgia o Alabama.

El resto de la semana la pasé en la piscina tomando sol, en el cuarto mirando televisión y en el bar bebiendo solo.

A la hora prevista del día fijado para el regreso me encontré en operaciones con Kelley y los suyos. Si el vuelo hacia el norte por el Pacífico había sido un paseo, el de regreso por el Caribe y Atlántico pintaba aún mejor y casi el final lo fue. Un día de playa en Curaçao, otro día de playa en Puerto Príncipe, un día de descanso en Belem, un día de turismo en Brasilia y dos días más de playa en Río: hasta ahí, el itinerario perfecto.

Fue allí que le entró el apuro al gringo: con seguridad lo reclamaban en la Misión y quiso recuperar tiempo volando directo de Río a Montevideo. Yo había volado ese tramo una docena de veces pero siempre con una escala intermedia porque la nafta no alcanzaba. Lo charlamos con Kelley y él hizo algunos cambios para extender el alcance. Los pilotos viejos recordarán que nosotros volábamos la Verde 4 que recorría Río-Santos-Florianópolis siguiendo la línea de la costa. En cambio el gringo optó por la Verde 1 que unía directo Río con Floripa: era más corta –no mucho–, pero el atajo la llevaba a internarse mar adentro. Estar en un C-47 a 7000 pies y una hora de vuelo de la costa no me hacía ninguna gracia. Además, no recordaba que a bordo hubiera balsas y ni siquiera salvavidas. En el Caribe también habíamos volado sobre el mar, pero allá siempre hubo una islita en las inmediaciones.

Cuando llegamos a Floripa pasó el drama del naufragio y comenzó el de la nafta; hacíamos los cálculos una y otra vez y el resultado era que de los 800 galones con que habíamos salido, en Carrasco con suerte quedarían 10 litros. Sobre Porto Alegre lo miré a Kelley como incentivándolo a aterrizar, pero me ignoró olímpicamente. Las cuentas de combustible empeoraban y en Melo que gracias al buen tiempo era una tentación, me atreví a sugerirle bajar y para motivarlo, le dije que allí el servicio era excelente, aunque no lo fuera tanto.

–Don´t worry, Ricardo. We have fuel more than enough – fue su respuesta.

No sería tan así porque unos minutos después decidió aterrizar en Laguna del Sauce, apenas veinte minutos antes de llegar a Carrasco, porque ya no nos quedaba tanque por ordeñar. Después de la escala, plenos de combustible llegamos felices y contentos al destino final. Que me disculpe el experimentado coronel, que sí lo era, pero su invento sólo nos había reportado dolores de cabeza. Si hubiésemos hecho las cosas correctamente, habríamos demorado apenas una hora más, evitándonos preocupaciones y sustos.

En el informe que al regreso Kelley hizo sobre mi actuación no dice nada sobre mis habilidades de aviador, pero me trata de gentleman lo que dejó a mi madre orgullosa y a mi jefe intrigado.



Unos años después, creo que por el 72, la Misión dejó de funcionar y el USAF 48275 se convirtió en el FAU 510.

¿Yanquis go home?

Un piloto viejo, apolítico, te diría: “¡Nooo, por favor, que se queden!”.
 
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RE: Historias de la Aviacion Militar de Uruguay - Cabo Viejo - 10-09-2015, 03:22 AM

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